I
La húmeda niebla del amanecer primaveral de la ciudad de Málaga calaba en los finos huesos de Don Teodoro, cuando marchaba por el bulevar del campus universitario, camino a la Facultad de Ciencias. Allí trabajaba hasta altas horas, desayunaba el típico café cortado, almorzaba a deshora y mantenía prolongadas conversaciones con su conciencia. Su vocación por la ciencia le había llevado a ser catedrático, y director del Departamento de Biología Animal en el cual dirigía la investigación más relevante de este, dedicada al estudio de la regeneración del músculo cardíaco posterior al infarto.
Cada día se despertaba pensando en aquello que le absorbía: descubrir la solución para recuperar los tejidos infartados del corazón.
Comenzaba la jornada de trabajo, como cualquier otra, y la moral del doctor permanecía inflexible. Algunos becarios y otros alumnos internos se aglutinaban en el estrecho pasillo que encaminaba al laboratorio del departamento, esperando a su llegada. Esto no era habitual, pues normalmente a las nueve de la mañana, ya debían estar trabajando; pero aquel día no era uno cualquiera. Una vez llegado Don Teodoro, todos entraron a la sala.
— Los tejidos que vais a utilizar están infartados. Recordad ser precisos y cuidadosos. Posteriormente, dependiendo de vuestros resultados decidiré quién continuará.
— Pero doctor, puede parecer injusto que todo se decida hoy: cualquiera podría tener un día malo — replicó Julián, uno de los becarios.
— Por eso mismo, no debería continuar cualquiera. Busco a futuros científicos que le eviten un mal día a los hipertensos — contestó con rotundidad.
Los discípulos rieron tímidamente.
De esta manera, se vistieron de bata blanca, y guantes en mano, prosiguieron al análisis de nuevas muestras extraídas de un mamífero muy prolífico.
Varias horas pasaron hasta que todos y cada uno de los alumnos terminaron de montar sus muestras de tejido y teñirlas para su posterior visualización, que la llevaría a cabo Don Teodoro. Él, deambuló por su despacho rogando a todas las divinidades conocidas, que fuese lo suficientemente lúcido para que su elección de equipo fuese la acertada. Cuando pensaba que habían escuchado sus plegarias, volvió al laboratorio y comenzó a observar y calificar el trabajo realizado por los aspirantes.
Concluyó su búsqueda cercana a la medianoche y al día siguiente, ya congregados en el aula B2, expuso el resultado:
— Buenos días a todos. Puesto que en ninguna circunstancia mi ánimo es de haceros esperar, prosigo rápidamente a comunicaros quienes participarán conmigo en la investigación.
Algunos se advertían recelosos y con la esperanza de oírlo decir su nombre; pero otros tenían tanta seguridad en sí mismos que miraban fijamente a su profesor. Sólo un par de ellos mantenían una postura desenfadada, aquellos que pensaban que esa no sería la gran oportunidad de su carrera como biólogos.
— Los elegidos a participar en el proyecto europeo Heart Failure and Cardiac Repair, financiado por la UE son: Pérez Prieto, Alicia y Sánchez Montañez, Julián. Deberéis reuniros conmigo a las cuatro de la tarde en mi despacho. Agradezco a todos vuestro trabajo y doy la enhorabuena a los afortunados. Buenos días.
Y así era él: no le gustaban los listados de nombres y apellidos en unas hojas de papel sin alma, y los evitaba en cuanto pudiese. Todos le respetaban por su forma de obrar: él prefería estar cercano a sus alumnos y transmitirles su vocación. Aun así, la ausencia de su padre desde temprana edad le había hecho construir una barrera infranqueable que evitaba a cualquier persona llegar a sus sentimientos, incluso a su familia.
“Un reto personal”, así llamó Don Teodoro al hecho de compaginar la investigación con el trato que iba a ser más apegado con Alicia y Julián; pero todo ello habría de sacrificar para continuar lo que sus predecesores habían llegado a conseguir. Allí estaban los veinteañeros en el pasillo, asomados entre el quicio de la puerta, y él con todo el papeleo encima de la mesa echando raíces.
— ¡Buenas tardes! Sentaos donde podáis. Disculpad este terrible desorden.
Los dos alumnos saludaron y entraron, pero sólo había una silla.
— Lo primero que deben hacer es leer y rellenar los formularios que acreditarán vuestra participación y la permanencia de los años estipulados previstos en la investigación.
— De acuerdo — contestó Julián moviendo la cabeza de un lado a otro buscando un lugar donde sentarse.
Don Teodoro se dirigió hacia una mesa que tenía a la izquierda, agitó y amontonó unos papeles y los apiló justo al lado, dejando un hueco. Su alumno se lo agradeció.
Mientras tanto, el doctor fue a por el quinto café del día, esta vez lo pidió solo. Se sentía emocionado, inquietado y desenfadado. Su voz interna repetía una y otra vez: “Todo va a salir bien. Sé agradable, moderado y persistente. Olvida tu tirantez y tus defectos”. Quitó sus gafas un momento para frotar sus manos por su cara. Todo esto era reflejo de su antiguo ocultamiento. Quería borrar su máscara habitual de supervivencia.
Volvió entonces a su despacho cuando los becarios ya habían terminado el trámite. Así que comenzó con una larga charla que duraría un par de horas. Entre tanto explicó:
— Sabemos desde hace unos años que hay un gen determinante para la formación de los tejidos del sistema coronario. De hecho, más de un centenar de pacientes infartados están siendo estudiados en el Hospital Clínico Virgen de la Victoria, para determinar la capacidad que tendría el corazón de asimilar células madres implantadas. Nuestro objeto de investigación serán las células madre embrionarias, procedentes del proceso de fertilización in vitro. El inconveniente considerado es el rechazo de dichas células con las células adultas. Dicho esto, sólo nos queda comenzar la dinámica desde mañana. Os espero a las nueve en el laboratorio número cinco del edificio de Investigación.
— Muchas gracias por esta oportunidad, esperaré impaciente hasta mañana — dijo Alicia despidiéndose.
— Yo también se lo agradezco. Espero poder ayudarle — expresó Julián con posición firme de responsabilidad.
— ¡Dad las gracias a vosotros mismos! Aunque las recibo igualmente — respondió Don Teodoro cerrando la puerta.
Al día siguiente, una hora antes de lo establecido, Don Teodoro acudió al laboratorio. Había llevado cogido entre sus brazos un lector de CD para incorporarlo a la rutina: la música para él era su máxima inspiración, lo alentaba. Introdujo su obra favorita de Mozart en formato digital y comenzó a sonar. Imaginad las caras de Alicia y Julián cuando se iban acercando hasta allí. Se miraron y se detuvieron:
— Creo recordar la pieza musical que está sonando — indicó Alicia intentando recordar —. ¡Sí! Es el Réquiem de Mozart.
— ¿No me digas que tú escuchas esa música? — preguntó Julián con tono apocalíptico.
— No exactamente. Era mi abuelo quien la escuchaba.
— ¿Y qué están cantando? ¿Latín?
— Sí, es una obra cuya letra va dedicada a las almas de los difuntos.
— Podrías haberte ahorrado decírmelo, le tengo demasiado respeto a esos temas — respondió Julián mientras un escalofrío recorría su espalda de arriba abajo.
— Entremos, ¡esto promete! — exclamó Alicia entusiasmada.
El doctor había cerrado los ojos y estaba entonando la melodía que sonaba, pero los becarios le sobresaltaron al saludarle. Justo después, se puso rápidamente los guantes de látex y se acercó a la pizarra blanca para explicarles el protocolo del día.
II
Muchos días pasaron, meses, incluso un año, hasta que algo totalmente insólito comenzó a estar presente en la investigación. Estaba a punto de terminar la jornada de trabajo y Don Teodoro había ido al sótano del edificio a por material para realizar nuevas fecundaciones in vitro. El ascensor bajó lentamente. Llegó a su destino y él salió empujando un carro de aluminio para transportar el material. Aquello siempre estaba oscuro, y se respiraba un aire cargado con aromas de formol. Pero percibía otro olor también. Se alarmó muchísimo con el hedor azufrado, pues no era característico de allí. Se inquietó y caminó rápidamente por el ancho pasillo penumbroso buscando alguna fuga de gas ocasionada por alguna explosión. No tenía más que la llave de su sala de refrigeración. Se dirigió hacia ella y la abrió. Cogió lo que necesitaba y salió precipitadamente, con el corazón terriblemente acelerado. Inesperadamente, surgió un resplandor luminoso que le dejó en completa oscuridad. Las luces de emergencia comenzaron a parpadear con un rojo intenso. Se quedó petrificado. Sólo pensó en que algo sobrenatural estaba a punto de suceder, como creyente de ese tipo de fenómenos. Nunca antes había vivido algo parecido, sin embargo, estaba siendo testigo de una aparición. Una nube blanquecina sin cara, ni cuerpo definido, se mantenía suspendida al final del pasillo, cerca de la puerta del ascensor. El doctor tiritaba de miedo, el carro que sujetaba rechinaba y se zarandeaba mientras intentaba avanzar hacia el montacargas. Tragó saliva y aceleró el paso. Cada vez estaba más y más cerca de aquel ente que ni se inmutaba. Súbitamente la nube se movió y antes de que Don Teodoro se diese cuenta, esta se había introducido dentro de él; y acabó desmallandose sobre el suelo.
En otro extremo de aquel edificio, Alicia y Julián permanecían extrayendo células embrionarias, y cultivándolas. Algo se le pasó por el pensamiento a Alicia:
— ¿No ha pasado demasiado tiempo desde que el doctor se marchó?
— Supongo. Dijo que iba a por más embriones y debería haber vuelto hace un rato.
— Le he notado un poco escéptico con los resultados de la última semana. Creo que ha observado algo y aún no nos lo ha comentado.
— ¿Quieres decir con el trasplante en roedores?
— Sí. Algo ha ocurrido. Juraría que tiene que ver con el grupo sanguíneo. Si es como imagino, fue satisfactorio el crecimiento en ratones ABO. El marco de trasplante sería más amplio de lo esperado, es decir, se habría conseguido dar un paso más.
— ¿Y por qué crees que no nos ha dicho nada?
— Tendremos que preguntárselo. Voy al sótano. Estoy intranquila.
— ¡Espera! Te acompaño.
Los dos investigadores bajaron a través del ascensor en busca de su mentor. Cuando llegaron había vuelto la luz y le encontraron desvanecido en el suelo, con el carro a su derecha.
— ¡Doctor! — gritó Alicia.
— ¿Qué habrá sucedido? — articuló Julián.
Se acercaron rápidamente e incorporaron a Don Teodoro apoyándolo en la pared. Alicia agitó su cabeza mientras le cogía de la espesa barba. Julián le zarandeó por los hombros. En unos segundos entreabrió los párpados y hundió la mandíbula. Pronunció una serie de palabras entrecortadas inentendibles.
— Tendremos que subirle, aquí no hay cobertura. Estamos bajo hormigón armado — explicó Julián.
— ¡Vamos!
Le apoyaron en sus hombros y le levantaron como buenamente pudieron. Subieron a la planta baja dando gritos de auxilio y ayuda. El recepcionista acudió rápidamente y llamó a emergencias. La gente se aglutinó alrededor de ellos con objeto de conocer qué le había pasado al doctor. En cuestión de minutos llegó la ambulancia, pues el hospital quedaba a menos de quinientos metros de la universidad. Dos enfermeros corrieron a la entrada con la camilla y le tumbaron en ella. El médico le reconoció e informó de que estaba en parada cardiorrespiratoria. Ellos se fueron, y seguidamente Alicia y Julián.
Con todo lo sucedido, Don Teodoro tuvo que abandonar la investigación durante un par de meses, en los que sus dos compañeros de equipo le visitaban y recibían sus instrucciones. Uno de los días, en presencia de Alicia, Julián se atrevió a preguntarle:
— Doctor, ¿descubrió algo antes de que cayera enfermo?
— Sería muy osado al afirmarlo con rotundidad, aunque he de decirles que puede existir un avance sumamente importante en nuestro camino. La sangre es la clave.
— Y, ¿por qué no lo ha compartido con nosotros abiertamente? — replicó Alicia.
— Como enunció el filósofo Voltaire: “La ignorancia afirma o niega rotundamente; la ciencia duda “.
Don Teodoro les sonrió y fue recíproco.
Retomaron la investigación los tres unidos como nunca. Poco a poco superaban cada incertidumbre que les proponía la ciencia. Quedaban exhaustos prácticamente día tras día pero no les cesaba la inquietud y la perseverancia. El doctor había inculcado a sus dos aprendices sus valores y su disciplina, algo incluso más importante que cualquier galardón, según Alicia, la más entusiasta. Quizás Julián era más egocéntrico y esperaba un reconocimiento posterior a lo trabajado.
Desgraciadamente, olvidar lo ocurrido era complicado tratándose de Don Teodoro. Desde aquel momento pensó que él podría prestarse al estudio, puesto que era un infartado. “Ironías de la vida”— a menudo su mente le decía, y de nuevo aparecía el recuerdo turbio de su padre. Algo en su interior le llamaba a experimentar de una manera poco ortodoxa. Su idea iba más allá del proyecto que había llevado a cabo hasta ese momento. Él quería implantarse las células embrionarias que habían cultivado y habían dado un porcentaje de resultado considerable en ratas. Una idea disparatada cuanto menos. Prescindiría de la ayuda de cualquiera. Su duda era cómo lo haría. Conllevaba una intervención quirúrgica de la que no dispondría.
Entre los primeros días de verano Don Teodoro decidió qué hacer. Alicia y Julián estaban examinándose de las últimas asignaturas de quinto curso, así que aprovecharía su soledad matinal para ejecutar su plan. Llegó al laboratorio y activó el reproductor de música. Cerró la puerta con llave desde dentro. Preparó una serie de recipientes de cristal de diferentes formas y medidas, cada uno de un uso específico en Química. Durante largo rato estuvo pipeteando diversas sustancias para fabricar disoluciones con diferentes biomoléculas.
Finalmente consiguió un mejunje a base del gen responsable de la regeneración, extraído de las células cultivadas, y una mezcla de glúcidos estabilizantes. Incluyendo también un derivado de la cafeína que estimularía el sistema nervioso central. Por último, una dosis de adrenalina vía intravenosa aceleraría el proceso.
Dispuesto, Don Teodoro, sostenía con su mano izquierda un matraz Erlenmeyer, un frasco de vidrio transparente de base ancha y alargada y de cuello muy estrecho, en el cual se hallaba la mezcla. En la mesa reposaba una jeringuilla con una disolución de un gramo de adrenalina en un mililitro de agua previamente esterilizada.
Varios minutos más de concentración siguieron a todo aquello, podrían haber sido los últimos. Sin vacilar por más tiempo, bebió la sustancia y seguidamente se inyectó la adrenalina. Se sentó en el sillón de cuero que permanecía a un lado en el escritorio del laboratorio y cerró los ojos. Los latidos de su corazón parecían caballos trotantes en una huida. Comenzó a sentirse flotar. Se quedó aparentemente inconsciente. Pero su subconsciente le indujo en una serie de percepciones extrasensoriales, en las cuales su padre le hacía saber que estaba satisfecho de su trabajo, pues predecía que iba a lograr lo que tanto esfuerzo le había costado.
III
El doctor recuperó el conocimiento sin apenas sentir variación en su cuerpo, aunque recordó lo que había soñado. Por ello, limpió y recogió los instrumentos que había usado y salió en dirección a la consulta privada de cardiología.
En unos días, Don Teodoro recibió los resultados de la resonancia magnética que le hicieron. Efectivamente, los tejidos del corazón, para sorpresa de su cardiólogo, se observaban intactos. Posteriormente a la noticia, avisó a los dos becarios para verse fuera del laboratorio. Él sentía el deber de transmitirles su experiencia, pero al ser una práctica totalmente prohibida tendría que hacerlo fuera de la Facultad de Ciencias.
En una cafetería del centro de Málaga, Don Teodoro, Julián y Alicia se volvieron a encontrar. Hablaron durante horas sobre los resultados de la investigación la cual había concluido en Julio. A continuación, el doctor les explicó como había realizado el experimento en sí mismo, pero ante todo admitió que no era correcto y que procedería a jubilarse para dejar paso a las nuevas generaciones. Alicia quedó alucinada con la práctica del profesor, no esperaba algo así. En cambio, Julián admiró la valentía y el disparate del susodicho. Sin embargo, ninguno de los dos comentaría nada, pues le guardarían el secreto.
Con esta increíble experiencia, Don Teodoro comenzó a ser la persona que quería haber sido desde hace muchísimo tiempo, y comprendió que nunca era demasiado tarde si las ganas y la ilusión le acompañaban. Otra lección no menos importante llevó consigo, y es que a veces había que confiar en los jóvenes, puesto que fueron ellos los que le apoyaron en los momentos de debilidad, con su entusiasmo y alegría.
Llegó el invierno. El equipo había enviado los resultados a la universidad de la ciudad escocesa de Edimburgo, vinculada con la misma investigación, y recibieron una respuesta que sería la precursora de un hito en la historia de la Biología. El teléfono del despacho de Don Teodoro sonó y él rápidamente contestó a la llamada.
— Despacho de Don Teodoro Espín, dígame.
— Buenos días, Don Teodoro. Soy el director y coordinador de la línea de investigación sobre la regeneración del miocardio, Don Gregorio Sánchez. Tengo que darle una buena noticia. Los resultados obtenidos por usted y su equipo han sido realmente esperanzadores. Estamos ante la primera, me atrevo a expresarlo así, solución regenerativa de los tejidos coronarios. Desearía concertar una reunión con vosotros en cuanto les fuese posible.
— ¡Es una gran noticia, sin duda!
— Por supuesto, concretemos entonces una fecha.
Tras unas semanas, todo el colectivo universitario conocía la gran noticia. Esta se expandió por todos los medios de comunicación existentes. Después de unos meses, Don Teodoro, Alicia y Julián fueron nombrados en cientos de artículos científicos relevantes, grabaron una docena de reportajes y asistieron a actos de todo tipo, ocupando por completo sus vidas. Se habían convertido en un referente.
Antes de que Don Teodoro abandonara la universidad por completo y comenzara a dedicarse a su familia, le concedieron el título de Doctor Honoris Causa. Posteriormente siguió participando en certámenes benéficos relacionados con el ámbito científico.
Alicia se doctoró al igual que Julián, y siguieron en contacto. Este último prefirió dedicarse a la docencia, mientras que su antigua compañera seguía en líneas de investigación, siendo también jefa del departamento de Biología Animal.
Fue así como consiguieron fabricar el primer tratamiento capaz de inducir la regeneración del músculo cardíaco, a partir de la recombinación genética que se había realizado durante los dos años que duró el programa de investigación.
Esperando que las nuevas generaciones mejorasen y prosperasen, Don Teodoro continuó su vida, y contó a sus nietos las hazañas tan extraordinarias que son capaces de conseguir los seres humanos si se lo proponen.
— Y queridos míos, recordad siempre, que si algún día tenéis la inquietud de conocer, no olvidéis que hay algo dentro de nosotros que somos incapaces de comprender, pero que es eso exactamente lo que os hará descubrir de verdad algo grandioso. No lo olvidéis, y vivid con la certeza de que esa esencia que nos forma es capaz de transformar vuestros sueños y vuestras metas en una realidad.
— Pero yo quiero viajar a la luna, si lo pienso, ¿podré hacerlo? — preguntó su nieto.
— Por supuesto que sí.
— Y si quiero bucear en el océano más profundo y descubrir monstruos, ¿podría hacerlo? — cuestionó su nieta.
— Ten la confianza de que llegarás a hacerlo.
— Teodoro, procura contarles historias a tus nietos que no sean delirantes, pues ellos se lo creen todo. A ver si van a seguir el mismo camino que tú. ¡Venid a merendar que tengo las pastas de té con chocolate que os gustan! — interrumpió la esposa del doctor.
Y Don Teodoro pensó para sí mismo:
“Si esto es felicidad, deseo que dure para siempre”.